Una remera sin mangas, un jean gastado (de esos que lo llevaron a uno a pensar que era el mismo que usaba siempre) y una guitarra que prácticamente superaba los 1,60 m. de estatura de quien estaba colgada. Y mucha actitud, claro, en cantidades industriales. Esos acaban siendo los elementos que, sin mucho más que agregar, podrían definir el ADN de Malcolm Young, la pieza primordial de la maquinaria de AC/DC desde que el grupo arribó ruidosamente a la escena del espectáculo allá por 1973. Hechos de dinamita pura (o de T.N.T, si es que el lector considera al término más oportuno) Y un traje de colegial para su hermano Angus, claro.
MALCOLM, EL TODO Y LAS PARTES. Pocos músicos de rock tuvieron el destacado honor de lograr la condecoración de riffmasters (“maestros del riff”) como el pequeño gran Malcolm pudo plasmar en su instrumento. Tal vez sobren los dedos de una mano, sólo quizás. Keith Richards, Tony Iommi y algún que otro más que ahora no me viene a la cabeza. Tampoco es que sienta muchas ganas de ponerme a recordarlos tras el estupor causado por la reciente muerte de uno de los ocho hermanos de la camada Young a la que pertenecen. A pesar de su extensa carrera, Malcolm podría ser considerado el último que llegó a alcanzar a un podio tan prodigioso. Porque si su hermano Angus resulta ser la cara más visible de la banda, estéticamente hablando, Malcolm, el hombre pequeño que casi pasaba desapercibido en escena, escudado en su enorme guitarra Gretsch G6131 (más popularmente conocida como Jet Firebird), termina siendo el alma y corazón de una de las bandas más fundamentales del género. Una vieja gacetilla de Atlantic Records, la discográfica a la que históricamente pertenecieron los Young y Cía., lanzada en los primeros años de carrera del eléctrico combo, no titubeó en presentarlo ante la prensa como “no sólo un gran guitarrista y compositor de canciones, sino también alguien con una visión: Malcolm es quien planifica todo en AC/DC. Y también es el tipo tranquilo de la banda, profundo e intensivamente consciente de todo”.
AC/CB (CHUCK BERRY). Digámoslo así: si Malcolm hubiera nacido 20 años antes, y no aquel 6 de enero de 1953 (más precisamente en Glasgow, Escocia), su capacidad creativa -pendenciera, honestamente cruda, y llena de originalidad- lo hubiera puesto a la altura de quienes siempre habían sido sus ídolos musicales: Chuck Berry, Jerry Lee Lewis, Little Richard, o los músicos de blues del Delta. Que por esa vueltas de la vida (y sólo porque tocaban muy fuerte, o porque más tarde coincidieran con la época en que la escena del rock marchaba a paso firme a lo largo y ancho del planeta) AC/DC haya sido considerado un “grupo de hard rock”, o incluso “de heavy”, más allá del disparate, responde meramente a un error técnico. AC/DC es Chuck Berry enchufado a mil voltios, con sendos toques de blues no menos electrificados, y con una pared de Marshalls para sostener la descarga. Títulos como “Dirty Deeds Done Dirt Cheap”, “Let There Be Rock”, “Highway To Hell”, “Back in Black, “Whole Lotta Rosie, “Riff Raff”, “High Voltage”, “That’s The Way I Wanna Rock’n’Roll”, “Live Wire”, “Thunderstruck”… en fin, simplemente estamos hablando de todos esos riffs irremplazables que salieron de las manos del pequeño diablillo detrás de AC/DC, para terminar convirtiéndose en himnos del rock en su exacta medida. “Bueno, los grupos de rock realmente no tienen swing“, apuntó cierta vez. “Pero el rock’n’roll sí lo tiene. Lo que pasa es que las bandas no comprenden eso del sentimiento, del movimiento…”
EL NEGRO LES SIENTA BIEN. Como a muchos que promedian la edad de quien aquí escribe, a mí me tocó descubrir a los australianos gracias al álbum “Back In Black”. Para entonces, algún que otro video del disco ya había logrado colarse en los pocos, qué digo, escasísimos espacios de la televisión local allá por 1980. Estaba el de “Hell’s Bells”, y el del que le daba título al disco… A decir verdad, esos dos enanos que se sacudían espásticamente sobre el escenario me tuvieron obsesionado durante un buen tiempo. Estaban las fotos que aparecían en las revistas, claro, pero no alcanzaba. Por tal motivo hubo una mañana de sábado de ese mismo año en que me tomé el colectivo, me bajé en Paraguay y Florid, y me dirigí a una disquería de importados que estaba en la Galería Del Sol para hacerme del LP, recién llegadito del exterior. ¿Qué era esa tapa negra y por qué motivo las letras que aparecían sobre ésta eran del mismo color, casi ilegibles? Todo pasó a segundo plano desde que puse el disco en casa por primera vez, aún cuando no tenía mejor equipamiento para reproducirlo que el viejo tocadiscos Winco de la familia (con un solo parlante incrustado en el mismísimo aparto, y sin siquiera parlantes exteriores). Pero nada podía impedir que lo salía de allí fuera encantador: a mí me encantaba ese sonido. Los chirridos de Brian Johnson todavía no habían llegado a perturbarme tanto como lo lograrían con el correr de los años (paralelamente sin nunca dejar de lamentar la muerte del gran Bon Scott, la primera baja en la historia de la banda), pero uno pagaba el precio que tenía que pagar con la condición de poder disfrutar de aquellos mágicos riffs de los hermanos Young, que no paraban de embrujarme. Algunos años más tarde tendríamos la posibilidad de ir al cine a ver “Let There Be Rock”, así saldando el recóndito deseo de poder verlos en vivo, si bien en una pantalla, mucho antes de su desembarco en vivo y en directo en el país décadas después.
GUITARRA, VAS A LLORAR. Malcolm Young no necesitaba morirse para convertirse en músico “de culto”. Su importancia es tal que ya se había ganado los laureles en vida. Ni siquiera su problemas de salud que fueron de la adicción al alcohol hasta la demencia, situación que lo obligó a abandonar la banda hace algo más de 3 años, hubieran logrado impedir la distinción. Nos quedamos sin el chico de la remera sin mangas, el de los eternos pantalones gastados, y hay una guitarra Gretsch G6131, la misma de la cual salieron algunos de los mejores riffs de la historia del rock and roll, que llora desconsoladamente porque su dueño no va a poder volver a tocarla.
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