
Qué ganas de llorar, en esta tarde gris/ En su repiquetear la lluvia habla de ti/ Remordimiento de saber/ Que por mi culpa, nunca, vida, nunca te veré/ Mis ojos, al cerrar, te ven igual que ayer/ Temblando, al implorar de nuevo mi querer/ Y hoy es tu voz que vuelve a mí, en esta tarde gris
Los que nunca fuimos cultores personales del género, por meras cuestiones de edad, de contemporaneidad, o simplemente por las vueltas de la vida, siempre cargaremos con el eterno cuestionamiento sobre el porqué de no habernos volcado con más detenimiento a la más indisputable de nuestras mayores creaciones musicales autóctonas. Bienvenidas todas esas excusas, entonces, como motivos para habernos privado de la belleza que puede atribuírsele a un tango como la gente, a una de esas obras definitivas cuya letra inaugura este texto, y que con música del aquí homenajeado, y letra de José María Contursi, te pueden arrancar el alma en cuestión de segundos. Y no hay vuelta.
Con la noticia de la muerte de Mariano Mores se va uno de los maestros del tango que, como pocos, supo de qué iba todo eso de dejar que el sentimiento se apodere de todo. Basta recordar algunos momentos de nuestra infancia, al menos en el caso de quien aquí suscribe, y hacer memoria sobre los familiares que tarareaban esas hermosas melodías que los llenaban de lágrimas y que, desde algún rincón de su ser, y con no más intención que la de contagiarte su emoción, te disparaban un “escuchá esto, ¡qué belleza!”, mientras uno se devanaba los sesos esperando que le pongan a andar aquel disco de Gaby, Fofó y Miliki por enésima vez. Era llegar a la casa de la abuela un fin de semana (como lo hacía junto a mis padres cada sábado), o en cualquier reunión familiar que podía preciarse de tal, y escuchar algún buen disco de tangos sonando en la casa. Porque por algún motivo, para mis abuelos, esos eran los días y las horas señaladas para compartir esa suerte de ceremonia compuesta por todas esas bellas canciones que salían radiantes de los parlantes del combinado Champion que estaba en el living. A los de tango le sucedían los de música clásica y folklore local, y entre tanta cosa por descubrir, y de las cuales nutrirse, me resultaba interesante el sinfín de sonidos que se daban incansablemente, y en sana convivencia. La mezcla era muy heterogénea. Bach, Gardel, Cafrune, Ravel, Larralde, Mozart , Julio Sosa, Mercedes, Daniel Toro, Ravel, Yupanqui, y algún que otro disco romántico melódico de ocasión, con Caravelli o Julio Iglesias liderando el podio. El rock lo traería yo a casa unos años después, muy prematuramente, y en mis primeros años de escuela primaria. Pero la canción que siempre le pedía a mis familiares, que de algún modo oficiaban de disc jockeys de ocasión, era aquella de la letra estremecedora que, entre piezas de Rasti y soldaditos, siempre me dejaba pensando, y que según la contratapa del álbum que giraba en el tocadiscos, aparecía descripta como Uno (Discépolo/ Mores). Aquella en la que esperaba el cambio de melodía a partir de su segunda estrofa (“Si yo tuviera el corazón…”), y que yo consideraba el momento más emocionante de la pieza. De hecho, y si la memoria no me engaña (y, vamos, aún así) fue la primera que me llenó tanto pero tanto de exaltación, al mismo tiempo que descubría que infantil corazón podía fruncirse.
Con la noticia de la muerte de Mariano Mores se va uno de los maestros del tango que, como pocos, supo de qué iba todo eso de dejar que el sentimiento se apodere de todo. Basta recordar algunos momentos de nuestra infancia, al menos en el caso de quien aquí suscribe, y hacer memoria sobre los familiares que tarareaban esas hermosas melodías que los llenaban de lágrimas y que, desde algún rincón de su ser, y con no más intención que la de contagiarte su emoción, te disparaban un “escuchá esto, ¡qué belleza!”, mientras uno se devanaba los sesos esperando que le pongan a andar aquel disco de Gaby, Fofó y Miliki por enésima vez. Era llegar a la casa de la abuela un fin de semana (como lo hacía junto a mis padres cada sábado), o en cualquier reunión familiar que podía preciarse de tal, y escuchar algún buen disco de tangos sonando en la casa. Porque por algún motivo, para mis abuelos, esos eran los días y las horas señaladas para compartir esa suerte de ceremonia compuesta por todas esas bellas canciones que salían radiantes de los parlantes del combinado Champion que estaba en el living. A los de tango le sucedían los de música clásica y folklore local, y entre tanta cosa por descubrir, y de las cuales nutrirse, me resultaba interesante el sinfín de sonidos que se daban incansablemente, y en sana convivencia. La mezcla era muy heterogénea. Bach, Gardel, Cafrune, Ravel, Larralde, Mozart , Julio Sosa, Mercedes, Daniel Toro, Ravel, Yupanqui, y algún que otro disco romántico melódico de ocasión, con Caravelli o Julio Iglesias liderando el podio. El rock lo traería yo a casa unos años después, muy prematuramente, y en mis primeros años de escuela primaria. Pero la canción que siempre le pedía a mis familiares, que de algún modo oficiaban de disc jockeys de ocasión, era aquella de la letra estremecedora que, entre piezas de Rasti y soldaditos, siempre me dejaba pensando, y que según la contratapa del álbum que giraba en el tocadiscos, aparecía descripta como Uno (Discépolo/ Mores). Aquella en la que esperaba el cambio de melodía a partir de su segunda estrofa (“Si yo tuviera el corazón…”), y que yo consideraba el momento más emocionante de la pieza. De hecho, y si la memoria no me engaña (y, vamos, aún así) fue la primera que me llenó tanto pero tanto de exaltación, al mismo tiempo que descubría que infantil corazón podía fruncirse.
Cuartito azul/ De mi primera pasión/ Vos guardarás todo mi corazón/ Si alguna vez volviera la que amé/ Vos le dirás que nunca la olvidé/ Cuartito azul, hoy te canto mi adiós/ Ya no abriré tu puerta y tu balcón

Con el fallecimiento de Mores, a los 98 años de edad y en una tarde gris, se fue una de las figuras definitivas de la primera línea del tango, un vuelo directo al firmamento de nuestro género musical más sanguíneo y representativo por excelencia.
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