Publicado en Evaristo Cultural el 10 de enero de 2013
Cierta vez escuché por ahí, o tal vez leí, que "las leyendas vivas a veces pueden dejarse estar y que otros hagan el trabajo". Pues bien, éste no podría ser jamás el caso de Sonny Rollins. Apenas había transcurrido mi primera semana de estadía en la capital británica y, si bien me encontraba al tanto que por esos días estaba teniendo lugar el mítico Festival de Jazz de Londres, no pude creer mi suerte cuando leí en un periódico local que esa mismísima noche, justo esa noche del 16 de noviembre, una de las más grandes leyendas vivas del jazz se presentaba en pleno marco del evento y nada más y nada menos que en el Barbican, el mayor espacio multiartístico europeo, enclavado en el mismísimo corazón de la ciudad. Todo intento de explicar mi sofocante ansiedad por llegar a tiempo para el comienzo del show resultaría, lo menos, insuficiente. Y sabía a la perfección que la no menos creciente demanda de los amantes de su música por ver a Rollins en vivo y en directo, uno de los más grandes artistas del género vivos, el gran saxofonista tenor que sigue emocionando a sus 82 años, podía dejarme sin localidades y malherido en algún amable pub londinense. Sin titubear, abandoné la exposición a la que estaba asistiendo (¡qué más daba!, si el tiempo había volado, se hacía tarde y, además, podía regresar en otra ocasión) y, cual saeta, me lancé al primer bus con destino al Barbican que, ya que estamos, tampoco quedaba tan lejos de donde me encontraba. El azar me volvió a sonreir cuando en el Barbican me informaron que ahora, a menos de una hora del inicio del concierto, aún quedaban unas pocas localidades disponibles. "Son las últimas 12", me informaron ciertamente en la oficina de venta de tickets. "Eso sí, es por eso que son de las más caras". En una fracción de segundo entendí todo: estaba a minutos de uno de los artistas más importantes de todos los tiempos y, entonces, no había lugar para ningún tipo de cuestionamientos. Y lo hice mucho mejor aún cuando, instantes después, me encontraba en la fila 10 del recinto, butaca del medio, en el mismísimo centro de la sala y a la distancia ideal para verlo, escucharlo y, lejos de haber podido imaginarlo, respirarlo. Y que las primeras impresiones no sirven absolutamente para nada, y que sólo son eso: primeras impresiones. Porque, tan sólo de haberme guiado por ellas, aquella figura frágil y desgarbada que, tras la introducción de ocasión de su majestuosa banda de acompañamiento, tomó el escenario enfundado en una camisa de satín rojo salmón, perdido en una nube frisada de cabellera blanca y con su andar tan característico, me hubiera hecho la idea más errada que pudiera concebir. Entiéndase, podría haber caído en el ridículo total de haber pretendido que Rollins aún luciera como uno de los tantos jóvenes gigantes que merodeaban a Charlie Parker en la década del 40 para reformar el jazz de la escena neoyorquina. Pero, en cambio, sí darme cuenta que se trataba del vivo retrato de una generación de íconos y no de una reliquia destinada al arcón de los recuerdos cuando, 70 años más tarde, está ahí para tocar lo mejor que puede, noche tras noche. Como si el tiempo no hubiera pasado. Por lo que, apenas transcurridos los primeros gruñidos de su saxo, ahora sí, me descubrí en absoluto estado de shock. Y a partir de la inmensa ovación de la audiencia, que colmó la sala en su totalidad, comprender que era, nada más y nada menos, el inicio de lo que prometía ser –finalmente lo fue– una performance exquisita e inolvidable.
Desde el preciso momento que comenzó a estremecer su instrumento, Rollins, hombros doblados, caminando como una paloma y desafiando toda ley física, aquel ancho y monstruoso saxo tenor rellenó cada grieta de la sala del Barbican.
Rollins es bien conocido por su (hilariosamente desconcertante) hábito de autoreprenderse en escena, de enojarse consigo mismo para insuflarse una buena dosis de energía cuando, por ejemplo, el sonido de su saxo no va a donde quiera que vaya ("Hey, ¿qué estás haciendo? Dije ¿qué estás haciendo?") o, incluso, llegando un poco más lejos ("¡Vamos Rollins, mové el culo de una buena vez!"), lo que no fue nada difícil comprobar en más de una ocasión a través del concierto, un ejercicio habitual. "St. Thomas" creó el clima ideal para los miembros de su banda: el trombonista (y sobrino de Rollins), Clifton Anderson; el guitarrista, Saul Rubin; Bob Cranshaw en bajo; Sammy Figueroa en percusión y el baterista Kobie Williams, seguida entonces por calientes versiones de canciones más contemporáneas en el vasto repertorio de Rollins, como aquellas dedicadas a sus colegas J. J. Johnson y Don Cherry. Una banda tan ajustada como magnífica y completamente a la altura de las circunstancias.
Pero, tal como me declaró un erudito miembro de la audiencia al final del concierto y con gesto cómplice, "fue más que nada, como siempre, el show de Sonny". Nada más acertado para quien, cuyo control de la melodía y el ritmo, fue una oda a la experiencia, junto a sus ultramodernas variaciones en las secuencias de jazz más características y tradicionales.
Tras 90 minutos de absoluta emoción ("¡Es maravilloso poder estar de vuelta en Londres!"), Rollins decidió que era hora de abandonar el escenario. Era de suponer que ya había ocurrido mucho (me atrevería a decir) más de los que que se esperaba, no sin antes deleitarnos con otro hit de más de medio siglo de vida como "Don't stop the carnival". El carismático milagro de sus solos, tan delicadamente destilados, y haciendo honor a su mote, fue sencillamente colosal. Y si eso es, entonces, lo que las leyendas vivientes hacen, Rollins se lleva una de las medallas más merecidas.
Ya fuera del Barbican, con el placer de haber visto a uno de los más grandes e influyentes, comprendí mejor aquello de "el show de Sonny" que aquel sabiondo entendido me había confesado. Bajo la lluvia londinense, que repiqueteaba cada vez más fuerte sobre las llamas de mi emoción, el cigarrillo que encendí nunca tuvo tan buen sabor.
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