Publicado en Evaristo Cultural en septiembre de 2012
El inefable Bob Dylan, maestro de unas cuantas generaciones de cantautores norteamericanos acaba de editar un nuevo trabajo. Si llueve sobre mojado, que sean tempestades.
La invalorable ventaja de escribir sobre un disco de Dylan radica precisamente
en éso, en la posibilidad de facilitarse la tarea, esto es, la de dedicar
el relato a una mera porción de una determinada obra de su vastísima carrera, y
no a la de una etapa, o a uno de sus pendulares y retorcidos ciclos. Es que,
como es bien sabido, a menos que se tratase de componer un libro (y mejor aún,
en varios volúmenes, y en lo posible en papel biblia), escribir sobre Dylan,
eternidad mediante, puede resultar una auténtica tortura. La obra de Dylan es
sencillamente infinita. Como muestra basta un botón: es el artista popular con
más libros escritos dedicados a su trayectoria. Y hasta existen libros sobre los
libros escritos sobre Dylan. Escribir sobre Dylan no significa referirse a su
música, ni a sus letras, ni a su persona. Mucho menos meterse con su compleja
personalidad, sus dos-tres-cinco-cuarenta y ocho facetas...Bob el Sabio, Bob el
Jodido, Bob el Icono, o Bob El Gran Mentiroso, Su Majestad Bob, o aquél "Judas!"
con el que un fan decepcionado rotuló a su ídolo folk durante un show en
Manchester en 1966, y tras decidir éste electrificar su música. Más bien es
hacer todo eso junto, incluyendo las cefaleas y los textos postergados. Los
ataques de "síndrome de la hoja en blanco", y las mil neuronas exprimidas
buscando inspiración. Es perder suficientemente el raciocinio. Y más aún cuando
se es admirador de unos de los artistas más influyentes, por no decir el más de
todos, de las últimas cinco décadas, al menos en lo que a cultura occidental se
refiere. Lo que no lo hace ni el mejor ni el peor, ni el más o el menos
importante, pero eventualmente único en su especie. Casi seguramente. ¿O a quién
se le ocurriría negarlo? Hablar o discutir sobre Dylan, enmarañarse en sus
acertijos, es un trompazo directo al equilibrio. Asimismo resulta curioso llegar
a entender que es precisamente Dylan a quien menos le importe que así sea, tal
vez manteniendo aquél perfil escueto que comenzó a pergeñar a medida que su
popularidad avanzaba, y su propia incomodidad cada vez que, a partir de aquellos
primeros años de efervescente popularidad, se le recordaba permanentemente que
había sido comenzado a ser considerado "el vocero de una generación" Era
inevitable, esto ya se está complicando...Entonces dejemos transcurrir medio
siglo desde aquellos años de negación, y permitámonos el placer de asistir sólo
a su presente. Es saludable y conveniente. Un presente que muestra a un Dylan
algo (y por ende, bastante), menos escurridizo, un Dylan que sale a responder a
las críticas, en fin, un Dylan que se aparta de su cronometrada agenda de
entrevistas para adentrarse en estos tiempos vertiginosos. Y salir al ruedo. O
tal vez, quién sabe, para inaugurar una nueva faceta.
Sucede muy a menudo. Cada vez que Dylan lanza un nuevo álbum, inevitablemente surge una oleada de críticas alabando el genio detrás del artista (firmadas por los incondicionales de siempre) y, más acertadamente, su fiel dedicación a la música popular. “Tempest” es el disco número 35 de estudio de Dylan y, sin incluir la simpática colección de canciones navideñas “Christmas in the Heart”, más los dos volúmenes de “The Original Mono Recordings”, el cuarto de los “Bootleg Series”, o el disco con los siete temas en vivo en la Brandeis University de 1963 (su colección se ha incrementado notablemente para los bolsillos de los seguidores), su primera aventura desde “Together Through Life”, lanzado en 2009. Lo acompaña la misma banda que lo trajo a los shows en el Gran Rex en el mes de abril pasado, a quienes se suma el oportuno acordeón de David Hidalgo, integrante de los míticos Los Lobos. Si no fuera porque estamos hablando precisamente de su más reciente trabajo, la canción que abre el álbum, Duquesne Whistle, parece extraída de una estación de radio de los años ’40, o de un club de mala muerte de época. Se trata de una canción de trenes en ritmo de ragtime, y de un pasajero procurando algún estado de gloria, un viaje a la nostalgia. Le sigue Soon After Midnight, una auténtica sorpresa que muestra a un Dylan endulzado, como no se lo escuchaba desde hace un buen tiempo, una canción de amor que por momentos evoca pasajes de aquellas magníficas baladas al estilo de (si se quiere) In the Summertime, o más atrás, la bellísima Just Like a Woman. Mientras tanto, el disco parece lograr una identidad sonora que cautiva y predispone, naturalmente, a la canción que le sigue. Una colección de oldies en tiempos modernos. En consecuencia, Narrow Way es un ataque frontal de rhythm and blues afianzado por un delicado trabajo de los guitaristas Stu Kimball y Charlie Sexton, siete minutos de auténtica ira (“Este es un país en el que es difícil estar vivo”), con sones que remiten al Rollin’ and Tumblin’ (que Dylan versionó no hace tanto en su álbum Modern Times), o a la mismísima Highway 61 Revisited, al disco Bringing It All Back Home, o a las mil y una otras canciones de estilo similar que plasmó a través de los años. Long and Wasted Years, como su título lo indica, chorrea desesperanza (“Creo que cuando les volví la espalda / el mundo entero detrás mío se quemó”) En la misma senda de letras de dolor se ubica Pay in Blood (“Pago con sangre / pero no con la mía”), con sonidos de guitarra claramente stonianos. Scarlet Town suena hipnótica y oscura (como una canción de Nick Cave, pero embuída en una extraña atmósfera de violín y arreglos de banjo)
Dylan abandona por un momento el melodramatismo para despacharse con Early Roman Kings, en plan absoluto de blues standard, una emulación honrada a Muddy Waters en Mannish Boy (o si se quiere, al I’m a Man de Bo Diddley, maracas incluídas), pero con el acordeón de Hidalgo jugando con la armónica de Bob. Es lo más parecido al tipo de blues al que Dylan apuntó en discos más enraizados en el mismo estilo como “Together Through Life” Después de todo fueron sus acordes los que originalmente lo convencieron de que empuñe una guitarra en su adolescencia. La letra es por demás ostentosa y Dylan no guarda el más mínimo reparo en mostrarse como tal (“Aún no estoy muerto / Mi campana aún suena...”)
Tin Angel es una balada de nueve minutos y un retorno al suspenso mórbido de Scarlet Town. Aquí no brilla precisamente el sol, o tal vez no brilló jamás, el espíritu de Nick Cave, juguesmos con esa remota posibilidad, nuevamente sobrevolando el área.
A continuación aparece la canción que le da nombre al álbum. De extensa duración (casi 14 minutos!), Tempest brinda 45 versos sobre el hundimiento del Titanic, con su comienzo de cuarteto de cuerdas y un desarrollo en plan vals, más sus eventuales largas y métricamente calculadas estrofas (¿Desolation Row?), una aventura cinematográfica plagada de escenas de pánico, confusión y deseperación, como el film mismo, pero en sonido, y donde ni siquiera faltan las referencias a Leonardo DiCaprio.
Cerrando el álbum, y tal vez en el caso más parecido a Lenny Bruce is Dead (a saber, un título de una canción de Dylan con nombre del homenajeado incluído), Roll On, John es un saludo sentimental a su amigo John Lennon, 30 años y algo más tarde de su desaparición física. Y una de las canciones más emotivas que seguramente ha grabado, que incluye claras citas (tal el grado de ternura y emotividad del homenaje) a The Ballad of John and Yoko, A day in the Life o Come Together. Pero Dylan le está hablando al Lennon de ahora, al que ya no está más entre nosotros, pero donde sigue habitando.
Parte del encanto de Dylan sigue siendo su intacto arte de la provocación, ya sea de forma directa, o insinuada. Su cascada voz se ha trasformado en un instrumento más, y parece estar a tono con sus últimos discos, no en el sentido de someterse a los registros que su voz sólamente le permite, perso sí en el adecuarse maravillosamente a la intimidad de sus canciones, a los climas propuestos al menos desde el fantástico Time Out of Mind, hace una quincena de años atrás. Son un viaje permanente al pasado, un pasado de gloria que ha sobrevivido al paso del tiempo, que envejeció de manera bella y delicada. No casualmente algunos críticos lo atacaron durante los últimos años, dejando traslucir la posibilidad de que Dylan había perdido cierta inspiración, y que sólo disfrazaba su nueva música de influencias no abiertamente reconocidas. En rigor, Tempest demuestra precisamente lo contrario. En la última entrevista concedida a la edición estadounidense de la revista Rolling Stone, Dylan expuso su pasión abierta por el arte de la influencia, desafiando a los bocones más osados: “Todos esos malditos bastardos pueden pudrirse en el infierno, trabajo dentro de mi estilo artístico. Es así de simple. Lo hago dentro de las reglas y limitaciones que ello impone. Hay figuras autoritarias que pueden explicar esa clase de forma de arte mejor de lo que puedo hacerlo yo. Se llama ‘escribir canciones’ Tiene que ver con la melodía y el ritmo, y después de eso, todo vale. Hacés que todo se convierta en algo tuyo. Todos lo hacemos”
Bien dicho, Bob. En hora buena...
Sucede muy a menudo. Cada vez que Dylan lanza un nuevo álbum, inevitablemente surge una oleada de críticas alabando el genio detrás del artista (firmadas por los incondicionales de siempre) y, más acertadamente, su fiel dedicación a la música popular. “Tempest” es el disco número 35 de estudio de Dylan y, sin incluir la simpática colección de canciones navideñas “Christmas in the Heart”, más los dos volúmenes de “The Original Mono Recordings”, el cuarto de los “Bootleg Series”, o el disco con los siete temas en vivo en la Brandeis University de 1963 (su colección se ha incrementado notablemente para los bolsillos de los seguidores), su primera aventura desde “Together Through Life”, lanzado en 2009. Lo acompaña la misma banda que lo trajo a los shows en el Gran Rex en el mes de abril pasado, a quienes se suma el oportuno acordeón de David Hidalgo, integrante de los míticos Los Lobos. Si no fuera porque estamos hablando precisamente de su más reciente trabajo, la canción que abre el álbum, Duquesne Whistle, parece extraída de una estación de radio de los años ’40, o de un club de mala muerte de época. Se trata de una canción de trenes en ritmo de ragtime, y de un pasajero procurando algún estado de gloria, un viaje a la nostalgia. Le sigue Soon After Midnight, una auténtica sorpresa que muestra a un Dylan endulzado, como no se lo escuchaba desde hace un buen tiempo, una canción de amor que por momentos evoca pasajes de aquellas magníficas baladas al estilo de (si se quiere) In the Summertime, o más atrás, la bellísima Just Like a Woman. Mientras tanto, el disco parece lograr una identidad sonora que cautiva y predispone, naturalmente, a la canción que le sigue. Una colección de oldies en tiempos modernos. En consecuencia, Narrow Way es un ataque frontal de rhythm and blues afianzado por un delicado trabajo de los guitaristas Stu Kimball y Charlie Sexton, siete minutos de auténtica ira (“Este es un país en el que es difícil estar vivo”), con sones que remiten al Rollin’ and Tumblin’ (que Dylan versionó no hace tanto en su álbum Modern Times), o a la mismísima Highway 61 Revisited, al disco Bringing It All Back Home, o a las mil y una otras canciones de estilo similar que plasmó a través de los años. Long and Wasted Years, como su título lo indica, chorrea desesperanza (“Creo que cuando les volví la espalda / el mundo entero detrás mío se quemó”) En la misma senda de letras de dolor se ubica Pay in Blood (“Pago con sangre / pero no con la mía”), con sonidos de guitarra claramente stonianos. Scarlet Town suena hipnótica y oscura (como una canción de Nick Cave, pero embuída en una extraña atmósfera de violín y arreglos de banjo)
Dylan abandona por un momento el melodramatismo para despacharse con Early Roman Kings, en plan absoluto de blues standard, una emulación honrada a Muddy Waters en Mannish Boy (o si se quiere, al I’m a Man de Bo Diddley, maracas incluídas), pero con el acordeón de Hidalgo jugando con la armónica de Bob. Es lo más parecido al tipo de blues al que Dylan apuntó en discos más enraizados en el mismo estilo como “Together Through Life” Después de todo fueron sus acordes los que originalmente lo convencieron de que empuñe una guitarra en su adolescencia. La letra es por demás ostentosa y Dylan no guarda el más mínimo reparo en mostrarse como tal (“Aún no estoy muerto / Mi campana aún suena...”)
Tin Angel es una balada de nueve minutos y un retorno al suspenso mórbido de Scarlet Town. Aquí no brilla precisamente el sol, o tal vez no brilló jamás, el espíritu de Nick Cave, juguesmos con esa remota posibilidad, nuevamente sobrevolando el área.
A continuación aparece la canción que le da nombre al álbum. De extensa duración (casi 14 minutos!), Tempest brinda 45 versos sobre el hundimiento del Titanic, con su comienzo de cuarteto de cuerdas y un desarrollo en plan vals, más sus eventuales largas y métricamente calculadas estrofas (¿Desolation Row?), una aventura cinematográfica plagada de escenas de pánico, confusión y deseperación, como el film mismo, pero en sonido, y donde ni siquiera faltan las referencias a Leonardo DiCaprio.
Cerrando el álbum, y tal vez en el caso más parecido a Lenny Bruce is Dead (a saber, un título de una canción de Dylan con nombre del homenajeado incluído), Roll On, John es un saludo sentimental a su amigo John Lennon, 30 años y algo más tarde de su desaparición física. Y una de las canciones más emotivas que seguramente ha grabado, que incluye claras citas (tal el grado de ternura y emotividad del homenaje) a The Ballad of John and Yoko, A day in the Life o Come Together. Pero Dylan le está hablando al Lennon de ahora, al que ya no está más entre nosotros, pero donde sigue habitando.
Parte del encanto de Dylan sigue siendo su intacto arte de la provocación, ya sea de forma directa, o insinuada. Su cascada voz se ha trasformado en un instrumento más, y parece estar a tono con sus últimos discos, no en el sentido de someterse a los registros que su voz sólamente le permite, perso sí en el adecuarse maravillosamente a la intimidad de sus canciones, a los climas propuestos al menos desde el fantástico Time Out of Mind, hace una quincena de años atrás. Son un viaje permanente al pasado, un pasado de gloria que ha sobrevivido al paso del tiempo, que envejeció de manera bella y delicada. No casualmente algunos críticos lo atacaron durante los últimos años, dejando traslucir la posibilidad de que Dylan había perdido cierta inspiración, y que sólo disfrazaba su nueva música de influencias no abiertamente reconocidas. En rigor, Tempest demuestra precisamente lo contrario. En la última entrevista concedida a la edición estadounidense de la revista Rolling Stone, Dylan expuso su pasión abierta por el arte de la influencia, desafiando a los bocones más osados: “Todos esos malditos bastardos pueden pudrirse en el infierno, trabajo dentro de mi estilo artístico. Es así de simple. Lo hago dentro de las reglas y limitaciones que ello impone. Hay figuras autoritarias que pueden explicar esa clase de forma de arte mejor de lo que puedo hacerlo yo. Se llama ‘escribir canciones’ Tiene que ver con la melodía y el ritmo, y después de eso, todo vale. Hacés que todo se convierta en algo tuyo. Todos lo hacemos”
Bien dicho, Bob. En hora buena...
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